La historia, la pasión y la leyenda: Manuela murió sola a orillas del mar

Por: Ana María Ford, docente y periodista

Había nacido el 27 de diciembre de 1797 en una hacienda, cerca de Quito. Murió el 23 de noviembre de 1856 en Paita, un pequeño puerto peruano. Tenía 58 años signados por la lucha por la independencia, los fuegos de la pasión que la uniera a Simón Bolívar, la estigmatización de la sociedad, los destierros, la pobreza  final, rayana en la miseria.

Algún biógrafo la imaginó, en sus últimos años, caminando en las noches por la playa, tapando con un abanico su boca  desdentada, derrengada por las secuelas de una caída, alimentando a los perros vagabundos a los que bautizara con los nombres de quienes habían traicionado a su hombre.

La historia cuenta que Manuela fue hija natural de un hidalgo español, Simón Tadeo Sáenz de Vergara, y de una  quiteña, criolla de abolengo, Maria Joaquina Aizpurú quien murió de fiebre puerperal en la estancia familiar, a poco de nacer la niña.

En una actitud  poco frecuente en esos tiempos, el padre la llevaba frecuentemente consigo y su esposa legítima colmó a la pequeña de cuidados y cariño. Y despertó en ella el amor por la lectura.

Una criatura difícil

Muy pronto Manuelita Sáenz mostró un carácter indómito y notable tenacidad; la internaron en un convento donde le enseñaron a coser, bordar y hacer dulces además de la educación formal que incluyó el aprendizaje básico de inglés y francés.

Pero el encierro resultó insoportable para la jovencita que a los 16 años se fugó con un soldado español, una relación efímera.

Cuando tenía 20 años el padre la desposó con un rico comerciante y médico inglés, James Thornes, que la doblaba en edad. Parece ser que la fogosa muchacha no se avino con la flema británica… Pronto habrían empezado las desavenencias.

Caballeresa

Los esposos fueron a vivir a Lima. Ya para entonces Manuela  no ocultaba su decidida adhesión a la causa de la independencia que atravesaba América; se aplicaba a reunir fondos para las tropas y  acumular informaciones precisas para los patriotas.  Era conciente de los peligros que corría en su rol de espía, pero nada la arredraba. Su mano derecha para estos menesteres era una esclava negra que le regalara su padre cuando ambas eran niñas y a la que siempre trató como una hermana.

Cuando San Martín puso pie en Lima, enterado de ese apoyo a la causa, la nombró caballeresa de la orden del Sol.

Una corona de laureles

En 1821, Manuela (a la que poco le importaba alejarse de Thornes) viajó a Ecuador para reclamar la herencia de su abuelo materno. Allí quiso incorporarse al ejército libertador. Pero no tenía el permiso de su marido, no se lo permitieron y debió conformarse con cuidar a los heridos tras la batalla de Pichincha, ocurrida el 24 de mayo de 1822.

El 16 de junio de ese mismo año, Simón Bolívar  ingresa triunfalmente a Quito, recibido como un semidios. Montado en su caballo Palomo (que parece era blanco de verdad), pasó frente a la casa de Manuela quien, desde el balcón, arrojó una corona de laureles delante de la comitiva. No fue buena la puntería y le acertó en el pecho al Libertador que alzó la vista, la ubicó y la saludó con su sombrero entorchado.

Esa misma noche, durante una fastuosa gala de recepción a los patriotas, ambos volvieron a verse.

“Si mis soldados tuviesen su puntería, ya habríamos ganado la guerra…” dicen que le dijo Bolívar a la hermosa joven.

En el amor y en la guerra

No hizo falta más, Manuela Sáenz abandonó a su esposo. Simón Bolívar era viudo pero, entre batalla y batalla, nunca le faltaba compañía. Ella tenía 24 años, él 39. Se enamoraron y fueron amantes desembozados hasta la muerte del general, ocho años más tarde.

Fue una relación singular, la convivencia era escasa, interrumpida a menudo por las campañas militares que reclamaban la presencia del jefe militara. Esas ausencias encendían la hoguera de los celos en Manuela. Algunas de sus cartas, rescatadas para los archivos muestran que no se andaba con vueltas, increpándolo por alguna noticia que le hubiese llegado o advirtiéndole, por ejemplo, “… cuídese de las ofrecidas”. Y las tormentas en la intimidad no habrían faltado. Chismecillos de la  historia domésticas deslizan que solían brotar fuertes discusiones entre ellos por supuestos deslices de don Simón; y que la única herida que recibió el general habría sido un rasguño o algún pescozón de su  fogosa Manuelita a la que solía referirse como “mi amable loca”. (“Muñeca brava” la habría llamado nuestro Enrique Cadícamo…)

La ardiente mujer se cuidaba muy poco de los formalismos, montaba a caballo “a lo varón” (y no sentada sobre la silla con las dos piernas hacia el mismo lado), fumaba largos cigarros y se divertía haciendo anillos de humo. Era desenfadada en sus palabras que podían ser tan  filosas como plenas de mordaz ironía.

Esperanzas fallidas

Mientras tanto, míster Thornes no perdía la esperanza de recobrar a su esposa, bien enterado de la relación de ésta con Bolívar. Pero sólo obtuvo rotundas negativas como lo evidencia una carta rescatada vaya a saber dónde y por quién.

Para sus adversarios fue la “barragana” de Bolívar, para los más, heroína de aquel sueño de la Patria Grande y de las luchas por lograrlo.

Pero por encima de todo,  Simón y Manuela se amaban. Él le permitió usar uniforme militar, habría peleado a su lado en lo más enconado de algunos combates. Lo que sí se afirma es que, tras no poder hacerlo en Pichincha, Manuela peleó a las órdenes del mariscal Sucre en las batallas de Junín y Ayacucho.

Bolívar confiaba ciegamente en Manuela a la que, consideró su edecán; le confió la custodia de sus archivos y correspondencia confidencial. Fue ella la depositaria de la médula de sus proyectos, luego frustrados. Y la nombró coronela del ejército Libertador.

La emboscada

El sueño bolivariano de la América Grande que uniera a los países americanos era compartido por muchos, otros pensaron que no era la hora (como quizás lo haya expresado San Martín en la entrevista de Guayaquil), otros estaban abiertamente en contra. Para estos últimos Simón Bolívar era un tipo peligroso al que era mejor sacarse de encima.

Y no eran meras declaraciones; la noche del 25 de septiembre de 1828 Manuela y Simón estaban, sin custodia, en el palacio residencial de San Carlos en Santa Fe de Bogotá. Ella alcanzó a ver a un grupo de hombres que pretendían entrar subrepticiamente. Manuela salió y les hizo frente con las armas de su belleza, su coraje y el amor por su Simón. Nadie ignoraba que solía llevar armas ocultas entre los vestidos y las sabía usar… Tras un breve parlamento y sintiéndose descubiertos, los conjurados optaron por desaparecer. Fueron pocos minutos, suficientes para que Bolívar saltara por una ventana trasera y huyera. Dijeron los decidores que se escondió debajo de un puente hasta el amanecer.

El episodio le valió a la mujer que su amado la llamase “La libertadora del Libertador”.

El exilio y la muerte

Enfermo, debilitado y resistido Bolívar renunció a la presidencia y se alejó de la capital de Colombia  el 8 de mayo de 1830. Fue la última vez que los amantes se vieron. El quería llegar a Cartagena de Indias adonde ella lo seguiría. Pero   no le alcanzaron las fuerzas y debió quedarse en el poblado de Santa Marta. Lo acompañaban la una reducida comitiva y unos pocos amigos. Allí murió el 17 de diciembre de ese mismo año, supuestamente de tuberculosis.

Manuela quedó sumida en la desesperación pero no abandonó la causa ni sus tareas de espía para seguir apoyando a los criollos. Cuatro años después el gobierno de Colombia la acusó de conspiradora y se exilió en la isla de Jamaica. En 1835 quiso volver a Quito, pero en mitad del viaje las autoridades ecuatorianas le revocaron el pasaporte y debió refugiarse en el puerto peruano de Paita.

Garibaldi

Allí, sola y pobre, subsistió poniendo en obra todo lo que le enseñaran las monjas que la educaran.  Vendía dulces, tortas y tabaco  a los marineros y solía servirles de traductora.

En su casita humilde recibió visitas singulares. Hasta allí llegó Giussepe Garibaldi, el unificador de Italia;  escritores como el norteamericano Herman Melville, (el autor de Moby Dick) ¿cómo la habrán ubicado, por qué fueron hasta ella…? También la visitó Ricardo Palma que hilvanaba recuerdos para escribir sus Tradiciones peruanas. Y Simón Rodriguez, el viejo maestro de Bolívar.

El 23 de noviembre de 1856 una epidemia de difteria puso fin a su vida. La enterraron en una fosa común en el cementerio  de Paita; con el correr del tiempo los restos fueron ubicados y trasladados al Panteón nacional de Venezuela. Su humilde casa y todas sus pertenencias fueron incineradas por temor al contagio. El fuego se llevó seguramente las muchas cartas que le escribiera su amado Simón. Y quizás  documentos secretos sobre aquella soñada Patria Grande.

Por muchos años Manuela Sáenz sufrió esa segunda muerte que es el olvido. Hasta que la historia la rescató levantando su nombre. Más allá del tumultuoso apasionamiento por Bolívar, amó la causa de la libertad de los pueblos americanos. El mayor galardón.

Pasaron los años; se compusieron canciones y poemas que la ensalzan. En 2006, al cumplirse el sesquicentenario de su muerte, se estrenó en Quito la primera ópera ecuatoriana “Manuela y Simón Bolívar, en la vida y en la muerte.”

Dato

Carta de Manuela a su marido, James Thorne,  fechada en Lima, octubre de 1823

“¡No, no, no más hombre, ¡por Dios! ¿Por qué me hace usted escribirle, faltando a mi resolución? Vamos, ¿qué adelanta usted sino hacerme pasar por el dolor de decirle mil veces no?

Señor: usted es excelente, es inimitable; jamás diré otra cosa sino lo que es usted. Pero, mi amigo, dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de usted, sería nada.

¿Y usted cree que yo, después de ser la predilecta de este general por siete años, y con la seguridad de poseer su corazón, preferiría ser la mujer de otro, ni del Padre, ni del Hijo, ni del Espíritu Santo, o de la Santísima Trinidad?

Si algo siento es que no haya sido usted mejor para haberlo dejado. Yo sé muy bien que nada puede unirme a Bolívar bajo los auspicios de lo que usted llama honor. ¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi esposo? ¡Ah!, yo no vivo de las preocupaciones sociales, inventadas para atormentarse mutuamente.

Déjeme usted en paz, mi querido inglés. Hagamos otra cosa. En el cielo nos volveremos a casar, pero en la tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? Entonces diría yo que usted es muy descontentadizo.

En la patria celestial pasaremos una vida angélica y toda espiritual (pues como hombre, usted es pesado); allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en amores digo; pues en lo demás, ¿quienes más hábiles para el comercio y la marina?). El amor les acomoda sin placeres; la conversación, sin gracia, y el caminar, despacio; el saludar, con reverencia; el levantarse y sentarse, con cuidado; la chanza, sin risa. Todas estas son formalidades divinas; pero a mí, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y de todas las seriedades inglesas, ¡Qué mal me iría en el cielo! Tan malo como si me fuera a vivir en Inglaterra o Constantinopla, pues me deben estos lugares el concepto de tiranos con las mujeres, aunque no lo fuese usted conmigo, pero sí más celoso que un portugués. Eso no lo quiero. ¿No tengo buen gusto?

Basta de chanzas. Formalmente y sin reírme, y con toda la seriedad, verdad y pureza de una inglesa, digo que no me juntaré jamás con usted. Usted anglicano y yo atea, es el más fuerte impedimento religioso; el que estoy amando a otro, es el mayor y más fuerte. ¿No ve usted con qué formalidad pienso?

Su invariable amiga, Manuela.

Dato I

Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de S. E.; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho de S. E. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados en tal acto; pero S. E. se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano.